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Mi amor por los libros

por Ulises Gutierrez Llantoy

Mamá lloraba. Como el cumplimento inclemente de una maldición, como la consumación de un destino escrito en piedra, en apenas dos semanas, los autobuses que Papá tenía en la empresa de Transportes Huracán, se habían salido de la ruta, se habían desbarrancado con los pasajeros adentro: uno en las escarpadas carreteras de Pichus, en las alturas de Tayacaja, Huancavelica; el otro, en las zetas de la bajada de Pazos, cerca a Huancayo. Eran tiempos en que los seguros contra accidentes no eran moneda corriente, de manera que el costo de afrontar el sepelio y la reparación civil de los muertos, la curación de los heridos de ambas desgracias, habían acabado con el capital de mis padres, había dejando a mi familia en total bancarrota, literalmente en la calle, forzándonos a abandonar Huancayo y retornar a vivir a la casa de mi abuelo, en Colcabamba; allá, en el norte de la provincia de Tayacaja. Y por si aquello no fuera suficiente, por sí aquella mala suerte no hubiera cumplido su labor, nos habían robado parte de lo último que nos quedaba.

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Mamá lloraba, como les digo. El camión de mudanza que había traído nuestras pertenencias, acababa de descargar en la puerta de la casa de mi abuelo, frente a nuestra nueva casa, después del viaje de ocho horas, y nadie sabía explicar en qué momento del trayecto, de qué manera silente y quirúrgica, el tocadiscos de mi padre y la máquina de coser de mi madre, las últimas cosas de valor que aún nos quedaban, se habían esfumado. ¡Mí máquina! ¡El tocadiscos! Mamá lloraba y ya no había nada, nada qué hacer. Los libros, en cambio, estaban intactos. Los veinte tomos de El Tesoro de la Juventud, los cuatro volúmenes de las enciclopedias Quillet, los cuatro volúmenes del diccionario enciclopédico ilustrado Sopena y los libros del colegio, aguardaban por nosotros refundidos en el fondo de unos cajones de cartón, los ladrones los habían ignorado y eran parte de las cosas que aún permanecían con nosotros. Ahí fue que descubrí la lectura, ahí en Colcabamba, ahí en la casa de mi abuelo. Durante los cuatro años que viví mi niñez en aquel pueblo; el tiempo que Papá tardó en recuperarse del descalabro financiero; al tiempo que yo descubría el mundo rural y quechua, al tiempo que yo exploraba aquel pueblo que parecía estar hecho para que los niños creciéramos a nuestro libre albedrío, como animales silvestres, en aquel pueblo de menos de mil habitantes, olvidado en los recodos en forma de S del río Mantaro, aquellos libros fueron mi mejor y más grande compañía. Eran tiempos que en Colcabamba no existía televisión y las noticias del mundo llegaban a nosotros por las radios de onda corta, los periódicos de ayer y las historietas mexicanas porque en Colcabamba tampoco había libros ni bibliotecas. Entre el canto de los chiwillos, entre las chacras de trigo, papa y maíz, entre el rumor del riachuelo que discurría a un lado de mi casa, gracias al Tesoro de la Juventud, las enciclopedias Quillet y los volúmenes del diccionario Sopena, podía ir de El Principito al Teorema de Pitágoras, de la caída de Roma a las leyes de Newton, pasar por los viajes a la luna, la reproducción de las mariposas, las guerras de independencia americana, terminar entre las fábulas de Esopo. Tan solo el Tesoro de la Juventud sumaba siete mil páginas. Lo recuerdo porque, así como uno olfatea un libro que aún no ha leído, y lee la tapa, la solapa, la contratapa y luego abre la última página para saber cuántas páginas le esperan al lector, también yo solía tomar el tomo XX, el último tomo, y observar la última página, la página 7172 que anunciaba el fin del índice general; el índice general en que, como una ruleta rusa de letras, yo dejaba al azar y a los dioses de la probabilidad, el texto que en una tarde de aburrimiento, en un ataque de curiosidad, iría a leer desde la batería de títulos y capítulos de aquel Tesoro; el azar que bien podía llevarme al tomo XI, por ejemplo; y dentro de él, al libro de La historia de la Tierra, Los países y sus costumbres, Hombres y mujeres célebres, El libro de la poesía, El libros de narraciones interesantes; digamos que, a El libro de los por qué, y ahí, de pronto y de la nada, podía aprender porqué la luz se extingue gradualmente, porqué nos quedamos dormidos o porqué no vemos en la oscuridad. El culpable de mi adicción a los libros fue aquel Tesoro: una vez que sus títulos y capítulos supieron explicarme varios porqués, ya no hubo vuelta atrás. No recuerdo donde terminaron, al final, aquellos libros. Debimos haberlos perdido en una de nuestras tantas mudanzas; pero los recuerdo porque fueron los primeros libros que leí y porque en aquella niñez andina, verde y sin televisión de la que les hablo, me enseñaron que el mundo era inmenso, ancho y ajeno. Y redondo. Y sin fin.

 

Ulises Gutiérrez Llantoy; ha publicado las novelas “Ojos de pez abisal” (2011), El año del accarhuay (2017), “Cementerio de barcos” (Planeta, 2019) y el reeditado libro de cuentos “The Cure en Huancayo” (Planeta, 2020). Ha sido finalista del premio Copé de novela 2015, cuentos suyos han sido publicados en México, Argentina y Estados Unidos. Es ingeniero sanitario (o sea, domador de aguas), narrador oral que narra por escrito, acumulador de libros, grillo de medianoche.

Por Leonardo

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