Ingrid Pumayalla: “Para mí, el arte ha sido una herramienta fundamental para encontrarme, recuperarme e integrar mi identidad de una manera muy profunda y generosa”
Ingrid Pumayalla (Trujillo, 1989) es una artista visual peruana radicada en Londres. Su práctica se desarrolla entre la fotografía, el cine experimental y la performance, explorando memoria, territorio y saberes ancestrales andinos. Es licenciada en Fotografía por el Instituto Centro de la Imagen (Lima) y magíster en Bellas Artes por Central Saint Martins (Londres), donde recibió el Daniel Ford International Prize for Innovation en 2015. Su obra ha sido exhibida internacionalmente y ha participado en residencias en Noruega, Alemania, Portugal y el Reino Unido. En 2022 realizó su primera exposición individual en el Museo de San Marcos (Lima), y en 2025 presentó su cortometraje Where Did the Creatures from the Forest Go? en la 15ª Bienal de La Habana.
En medio de viajes y horas de diferencia, se dio un tiempo para atendernos y responder nuestras preguntas. Desde Londres a Lima, esta es Ingrid Pumayalla.

Ingrid, tu trayectoria vital ha encontrado siempre nuevas formas de expresión, es como si hubiera un permanente discurrir creador en lo que proyectas y luego se materializa. ¿Cómo fue el proceso en el que integraste las diferentes disciplinas a través de las cuales te expresas artísticamente?
– Creo que uno de los momentos clave en los que tuve la oportunidad de explorar nuevas formas de pensar la fotografía fue durante mis estudios de la Maestría en Bellas Artes en Central Saint Martins. Allí, por primera vez, tuve un estudio propio, un taller al que yo llamaba la cueva —y aún lo llamo así—. Fue un espacio seguro, un refugio donde pude estar durante dos años para jugar, explorar y reflexionar.
Ese período fue fundamental para mí: pude experimentar, pensar, y compartir con otros artistas y amigos que venían de lugares muy distintos al mío y con prácticas completamente diferentes. Usaban otros materiales, tenían aproximaciones distintas al arte y expectativas variadas sobre lo que significaba estudiar en una escuela de arte en Londres. Todo eso me llevó a redefinir cómo percibo y siento el arte, a reflexionar sobre los materiales, los espacios, y sobre qué considero yo que es arte.
Mi trabajo, en general, se enfoca en responder al entorno: es site-specific. Es una respuesta directa a lo que me rodea en un momento determinado. Para mí, es esencial pensar en los medios que utilizo para comunicar un mensaje, más allá de partir desde un concepto fijo. También considero importante trabajar con los materiales que tengo a mi alcance, reflexionar sobre su procedencia, su desplazamiento, y cómo estos elementos dialogan con el proyecto —incluyendo mi propio cuerpo como material y medio.
Es un proceso que sigue siendo cíclico, constante, y en permanente evolución.


Diversas exposiciones y performances se han encargado de explorar temas como la pérdida y la recuperación de la identidad a través del arte. ¿Consideras que éstas han facilitado este proceso de recuperación, personal y colectivamente?
– Totalmente, a nivel personal. Para mí, el arte ha sido una herramienta fundamental para encontrarme, recuperarme e integrar mi identidad de una manera muy profunda y generosa. Me ha ayudado a sanar, tanto mental como espiritualmente. Me ha dado herramientas para cuidar de mí misma, valorar mi historia y poder reconstruirla desde un lugar más consciente.
A nivel colectivo, espero que también. Yo siento que sí. He tenido la oportunidad de compartir mi trabajo en contextos geográficos muy distintos: ciudades, espacios rurales, lugares remotos o aislados. Y en todos ellos he sentido una conexión muy fuerte, tanto con las personas como con los propios espacios. Esta conexión se convierte en una experiencia muy especial dentro de mi práctica artística: estar presente, ofrecer un canto, una historia. Siento que algo se siembra cada vez que eso ocurre.
Una de las experiencias más significativas recientemente fue haber estado en La Habana, donde compartí talleres de narración oral y quipus. Creo profundamente en la importancia de contar y compartir; es así como los procesos se enriquecen. En esos intercambios podemos descubrir traumas comunes, pérdidas similares, y al nombrarlas colectivamente empezamos a hacerlas conscientes —en nuestros cuerpos y en nuestras mentes—, abriendo un camino hacia la empatía y hacia una posible sanación colectiva
Tus propuestas beben de la cultura andina y de las prácticas de curanderos y chamanes. ¿De qué manera traduces estas tradiciones ancestrales en un lenguaje performativo, y qué elementos clave conservas de esas prácticas?
– Al haber crecido en el pueblo de Contumazá, desde niña he vivido experiencias que involucran el conocimiento popular para lidiar con el susto, la pérdida y el dolor. También fui testigo de formas de trabajo comunitario centradas en dinámicas colectivas que mantienen una relación recíproca y en sincronía con la naturaleza.
Recuerdo que cuando mis padres pensaban que yo estaba asustada, llamaban a una señora del pueblo para que viniera a cuidarme, para “curarme el susto”. Esas vivencias marcaron profundamente mi manera de entender el cuerpo, el cuidado, la espiritualidad, y están muy presentes en mi práctica artística.
Creo que mi trabajo observa de cerca estas ceremonias y se nutre de sus procesos. En mis performances incorporo cantos y elementos materiales —como tejidos, huacos u objetos rituales— que he visto y aprendido en ciertos contextos ceremoniales. No se trata de una representación literal, sino de invocar sus gestos y su potencia simbólica desde un lenguaje contemporáneo.
Siempre estoy observando estas costumbres, mitos e historias para traerlos al presente y abordarlos desde el arte, como una forma de resistencia y continuidad.
Recientemente, fui invitada a colaborar en la exposición Interweaving Climate, Water(s) and Communities, junto a artistas mujeres de Asia Central, especialmente de Kazajistán. Allí presenté dos videos titulados Cantos al agua, grabados en el desierto de la Quebrada de Santo Domingo, a las afueras de Trujillo, donde un triple espiral precolombino de más de 700 años fue destruido por una invasión de tierras.
También presenté una instalación y una performance inspirada en la Yunza, una fiesta popular que se celebra en febrero durante los carnavales para agradecer los primeros frutos de la cosecha. La celebración ocurre alrededor de un árbol decorado con regalos; se baila en círculo, y eventualmente alguien lo tumba con un hacha. La persona que lo derriba se compromete a organizar la Yunza del año siguiente, asegurando así que la comunidad permanezca unida en el tiempo.
Curiosamente, esta celebración coincidió con el Nowruz, el Año Nuevo en Asia Central. Así, comunidades de lugares tan lejanos como Perú y Kazajistán encuentran puntos en común en sus tradiciones y creencias, y esos encuentros se hacen posibles a través del arte.


Un tema presente en tu trabajo es el desequilibrio entre el hombre y la naturaleza, una consecuencia de la colonización. ¿Crees que el arte puede reparar esta relación y fomentar una reconexión con el entorno natural?
– Yo creo que sí, firmemente. En los últimos años ha habido una apertura mucho mayor desde el mundo occidental hacia artistas indígenas, de la periferia y de comunidades históricamente marginadas, en donde se empieza a revalorizar estos conocimientos ancestrales.
Por ejemplo, pienso en el trabajo de Santiago Yahuarcani y su familia, o en el de Violeta Quispe, de Sarhua —artistas peruanos que, desde sus territorios, están contando otras formas de habitar y relacionarse con la naturaleza. También es inspirador lo que ha hecho Cecilia Vicuña, quien ha logrado llevar el quipu y su lenguaje de conectividad a espacios de gran visibilidad como el Turbine Hall del Tate Modern en Londres o la Biennale de Venecia.
El arte es una forma de conocimiento. Si pensamos en la historia de la humanidad, es a través del arte que podemos entender quiénes somos, cómo hemos vivido, cómo nos hemos sentido. Creo que una de las grietas más profundas que ha dejado el capitalismo es justamente esa: la separación brutal entre el ser humano y la naturaleza. Esa grieta, dolorosa y aún abierta, nos permite también tomar conciencia de nuestro impulso salvaje hacia la muerte y la destrucción, expresado en el consumo desmedido y en la pérdida de sentido.
El arte, entonces, no solo puede reparar, sino que puede volver a enlazarnos. Es un puente hacia otras formas de habitar, hacia otras formas de cuidar, de escuchar y de vivir con lo que nos rodea.
¿Cómo exploras las complejidades emocionales y culturales del desplazamiento a través de tus performances?
– En la mayoría de mis acciones performáticas he cantado huaynos y recitado poemas en distintas partes del Reino Unido y Europa. Estos cantos han sido en español o en quechua —un quechua muy precario que intento recuperar—. A pesar de ello, cuando las acciones terminan, personas que no hablan ninguno de estos idiomas se acercan conmovidas por la melodía. Han sentido el llamado: a la tierra, al amor, a sanar.
También hay, en estos encuentros, una forma de censura implícita: la de no poder comprender del todo el lenguaje. Sin embargo, estos son mis llamados en mi lengua madre, en mi lengua colonizada y también en mi lengua perdida: el quechua.
Otro elemento importante en mis performances son las piedras. Salgo a buscarlas como parte del paisaje, como vestigios de las primeras sociedades y de antiguos espacios rituales de conexión con la naturaleza. A veces las recojo para crear nuevos objetos, combinándolas con semillas y otros elementos naturales. Son símbolos de permanencia, de memoria, de fuerza.
Así como las piedras, el hilo también es fundamental en mi búsqueda. El hilo que se transforma en lenguaje, que conecta, que teje vínculos entre técnicas ancestrales de distintas culturas. Es, para mí —y siempre lo digo— la columna vertebral del quechua, ese lenguaje perdido. Porque el quechua fue también expresado y materializado a través del textil, de los nudos, de los quipus.


Como artista, sobre todo como artista peruana, ¿cómo ves el papel del arte en la construcción de una identidad postcolonial y en la reivindicación de las narrativas indígenas y ancestrales?
– Creo que el arte, al igual que la educación, debe jugar un papel fundamental en la construcción de una identidad postcolonial. En mi experiencia como profesora, he podido observar que muchas veces ni siquiera somos plenamente conscientes de que vivimos en una nación colonizada, ni de lo que esto ha significado para la configuración de nuestra identidad. Hay rupturas, conflictos y heridas profundas que se arrastran desde hace más de quinientos años, y el arte puede ayudarnos a hacerlas visibles.
El arte no solo permite crear nuevas formas de comunicación, sino que también nos revela esas fracturas. Por ejemplo, en el trabajo de Milagros de la Torre, Bajo el sol negro (1992-1993), se utiliza una técnica artesanal de los retratistas minuteros de la plaza de Cusco para evidenciar, a través del retrato fotográfico, el inconsciente colectivo del ciudadano cusqueño. En estas imágenes se revela un racismo interiorizado, una percepción de inferioridad asociada al color de piel, herencia directa del proceso colonial.
Creo que en los últimos años ha habido un despertar en el arte peruano. Muchos artistas no solo están reivindicando saberes ancestrales, sino también cuestionando las estructuras de género y las formas impuestas de identidad. De algún modo, esto nos reconecta con nuestro pasado precolombino, donde la sexualidad no estaba regida por valores religiosos católicos, sino que se asociaba con la creatividad, el deseo y lo festivo, más allá de una función meramente reproductiva.
Reivindicar esas narrativas a través del arte es un acto de resistencia, de recuperación y también de imaginación. Es una forma de reconstruirnos desde nuestras raíces, pero mirando hacia el futuro.
Trabajas, enseñas y creas en diferentes lugares, ¿sientes que has encontrado tu lugar en el mundo?
– Por ahora, mi lugar es Londres. Sin embargo, mi lugar mental y espiritual siempre ha sido Parcate, en la sierra de Contumazá, donde creció mi abuelo. Mi deseo es poder establecerme allí en algún momento, crear un espacio-taller o residencia donde pueda invitar a distintos colegas y amigos a desarrollar proyectos a partir del paisaje, y colaborar con la comunidad joven de la zona, para también contribuir con protegerla en el futuro.
Personajes que has creado, como Curiwarmi, la mujer de oro, tienen un profundo mensaje para nuestra sociedad. ¿Qué es lo que más te une a tu país y qué es aquello que te subleva?
– Lo que más me une a mi país es su cultura, su profundidad, su riqueza simbólica, su gente y la sabiduría de su naturaleza. Lo que me subleva es su destrucción sistemática, la violencia estructural que persiste, y la clase política que, con total impunidad, está destruyendo todo lo que aún queda del país.

Sabemos que ahora mismo estás en preparativos para exponer en Londres. ¿De qué manera organizas tus tiempos para estar presente con tus creaciones tanto en Europa como en Perú?
– No es fácil. Requiere mucha logística y planeación, especialmente para poder estar en Perú. Llevo ya algún tiempo sin regresar, hace tres años, pero actualmente estoy desarrollando una investigación para un proyecto cinematográfico que me llevará nuevamente a filmar en Perú durante los próximos cuatro años, al menos por temporadas. La manera de hacerlo posible es proyectar con tiempo, organizar con cuidado y encontrar apoyos que hagan viables estos cruces entre territorios.


Ingrid, siempre cerramos con esta pregunta; ¿qué es lo que te sigue emocionando? – Me sigue emocionando seguir creando historias y continuar trayendo las voces de las montañas y la selva de mi país. Me emociona poder darles forma, escucharlas y compartirlas, como un puente entre tiempos y territorios. Me emociona la posibilidad de que el arte siga siendo una herramienta para recordar, sanar y resistir.
